Hace exactamente diez años, 18 de junio del 2014, nos encontrábamos por un caluroso Madrid en vísperas de la proclamación del Príncipe Felipe VI tras la abdicación de su padre, el Rey Emérito Juan Carlos I de Borbón. Estábamos de salida de uno de los primeros seminarios críticos transnacionales organizados en la Universidad Complutense, y si mal no recuerdo Alberto Moreiras nos tomó este retrato instantáneo con el amigo Jon Beasley-Murray. En una de las paredes detrás vemos el afiche del flamante nuevo monarca. En efecto, el 2014 fue un parteaguas en la política española contemporánea; un punto “cismático” y la más reciente instancia de la aceleración (creo que el laboratorio de la política española tiene una singular velocidad a diferencia de otros contextos). La energía de un verdadero punctum no puede verse del todo in situ, claro está, al menos que tengamos una de esas rendijas mágicas como el aleph de Borges, pero no es el caso.
Meses después, el politólogo y especialista en encuestas Jaime Miquel publicaría La perestroika de Felipe VI (RBA, 2015), un libro muy atendible en el que hace notar, entras cosas, que la novedad del marco español es la fragmentación política que ha llegado para quedarse. La abdicación del Rey Juan Carlos I da pie al ascenso astronómico de Podemos, la aceleración del soberanismo militante en las élites políticas catalanas tras el caso de la corrupción de Jordi Pujol, y la apertura de un posible nuevo momento constituyente que al final, como ahora sabemos, nunca llegaría. De hecho, cuenta Enric Juliana que unos días después de la abdicación del Rey Borbón, Juan Carlos Monedero, llegando agitado a un almuerzo, le relataba cómo ese mismo día le pedía prudencia a Izquierda Unida sobre lanzarse a un referendo cívico sobre el tema ‘Monarquía o República’. Podemos en ese momento había irrumpido con más de 1.2 millones de votos en las elecciones del parlamento europeo, y la prudencia se convierte en herramienta de un movimiento político en construcción, literalmente paso a paso.
La improvisación y la frescura de lo que acababa de ocurrir lo confirmamos en los propios salones de la Complutense cuando en uno de los días de las sesiones del Seminario hizo una intervención el joven filósofo Luis Alegre (miembro fundador del nuevo partido) sobre el horizonte y las coordenadas del primer Podemos tras las elecciones europeas. No tengo a mano el cuaderno de notas de aquel verano de 2014, pero sí recuerdo algunos apuntes sobre la necesidad de un proyecto republicano, y de la estabilización de un proyecto político comprometido con el republicanismo capaz de transformar las condiciones del estado (whatever that meant). Alegre no dejaba caer el concepto de “República” o “republicanismo” a la ligera, ya que venía de escribir un libro junto a Carlos Fernández Liria, sobre los presupuestos republicanos del pensamiento de Marx (El orden de El Capital: Por qué seguir leyendo a Marx). De ahí que su postura era interesada y su entonación invariablemente idiosincrática. Alegre era claro y convincente.
Meses y años después saltaba a la vista de cualquiera que Podemos no era una plataforma republicana, o no sólo republicana; y que la hipótesis de la hegemonía y todo el registro categorial confeccionado por la elaboración retórica del pensamiento de Ernesto Laclau aparecía como la configuración de la estrategia, las formas, y los hábitos de esta clase política orientada íntegramente por académicos de la Complutense (Podemos fue el raro caso de un movimiento político de académicos, me solía recordar mi amigo Emilio Ichikawa). Tras la intervención de Alegre recuerdo algunos diálogos de pasillo con John Kraniauskas, quien ponía el dedo en la llaga: el problema de la hegemonía, o de una política hegemónica, es que luego que llega al poder del estado y sus instituciones, ¿cómo va a reconducirse desde ahí? Y más: ¿qué significa construir una hegemonía desde la forma estatal? Y aún más: ¿qué supone esa toma del estado en tiempos de liquidación de la energía soberana de decisión en un contexto de eficacia de entidades globalizadas? Yo venía de leer el interesante libro del teórico argentino Sebastián Abad, Habitar el estado (2014), por lo que solo podía estar de acuerdo con las sospechas del sabio Kraniauskas.
Obviamente este es el reflujo de un moralismo de izquierda que pesó - y que sigue pesando, sin que tengamos novedad de que las cosas vayan siendo distintas- a la hora de hacerse cargo de la creciente fragmentación social tal y como tuvo el aval de la ciudadanía en los semestres de 2014-2015. Eran los meses de la entonación de “máquina de guerra electoral” (Errejón) y de “tomar el cielo por asalto” (Iglesias). No hace falta repetir aquí como esta moralización de la política fue desinflando, paso a paso, y figura a figura, el camino abierto por Podemos. Y como ha mostrado Sergio Pascual Peña en sus memorias Un cadáver en el Congreso (2022) no había que esperar a las tensiones abiertas en Vistalegre II entre errejonistas y los partidarios de una “unidad” bajo el híperliderazgo de Iglesias para ver que todas las fisuras, latencias, y esquirlas estaban ya brotando del interior del partido. Y en efecto, ya en la primavera de 2015 un diálogo en Princeton con Carolina Bescansa de cara a Vistalegre II me dio a entender que las fisuras eran irreconciliables, y que pronto algo detonaría. Cualquier cosa podría hacerlo. Y así fue meses después.
Vistalegre II puso en abierto las tensiones, y algunos participamos en esos debates sin que hubiese mucha oreja para el problema en cuestión. Lo que la izquierda contemporánea en su recaída en el artilugio de la retórica no ha sido capaz de entender es que ningún llamado a la hegemonía puede colmar la latencia del conflicto; y cada manotazo para el cierre de filas no hace otra cosa que expandir un sentido de humillación colectivo que solo puede producir subalternización en función del mando y de la postura de poder acumulado y representado. De hecho, no había que esperar a “aterrizar en los aparatos del estado” para darse cuenta que la regeneración “integral” (en ese esquematismo gramsciano que tiene en su horizonte la disolución moral de lo político) para encontrarse con dilemas de primer orden; la degeneración ya estaba al interior de una comprensión interesada de la política, ya sea en su forma de un republicanismo de izquierdas, o en la versión más anti-institucionalista y carismática de la teoría de un “populismo plebeyo” sin tapujos. Quizás este fue el matiz que no se quiso entender (o atender, lo que es lo mismo) en aquel debate entre “populismo” y “republicanismo” - presente en libros coyunturales de aquellos años, como Populismo (2015) de José Luis Villacañas, En Defensa del populismo (2015) de Carlos Fernández Liria, Fuerzas de flaqueza: nuevas gramáticas políticas (2015) de Germán Cano, Populismo: el veto de los pueblos (2017) de Jorge Verstrynge, y años después Qué horizonte (2020), de Errejón y García Linera sobre el que me animé a matizar algunas de estas críticas en la revista La trivial - terminó siendo un diálogo de sordos y convencidos de las mismas filas; un diálogo que hizo patente la imposibilidad de pensar de lo político contra todo moralismo (su no clausura), y que algunos de nosotros llamamos poshegemonía para marcar una ruptura con el entusiasmo rayano en la claridad del concepto (legitimidad como poder mayoritario), o bien en las astucias de la retórica (el significante vacío que siempre viene siendo “el significante es lo que yo anuncié” y punto).
Y ya a comienzo de 2016, en la presentación de Populismo (2015), en un panel con Clara Serra, Íñigo Errejón, y Germán Cano en La Morada, José Luis Villacañas dejó claro que no había nada que buscar en la “posición de poshegemonía del grupo de Moreiras, Beasley, Muñoz, et al”, ya que estos carecían de un concepto fuerte de legitimidad para la gobernabilidad y la división de poderes en las sociedades contemporáneas. La crítica de la hegemonía no tenía “realidad”, o era pobre de realismo, pues los “realistas somos nosotros”. Y mediante una extrapolación de los momentos constituyentes de Bruce Ackerman, Villacañas encontraba la solución en lograr la justa compensación entre el “momento caliente” populista con el “momento frío”, marcado por la desmovilización, en la temporalidad institucional. Dejando a un lado que el propio Ackerman ha notado el impasse de los “movimientos sociales” en procesos constituyentes contemporáneos, lo que este dualismo pragmático volvió a silenciar fue el problema de la fórmula de la hegemonía que se asumió con la mayor naturalidad del mundo; incluso, desde un profundo providencialismo en el que, cada fracaso o set-back, venía a confirmar la necesidad de la entelequia teórica. La demanda de “realismo” contra el supuesto “exceso teórico” conceptual, sólo podía permanecer sonámbula al propio umbral de su desconexión con la liquidación política tras dar “la patada al tablero”. Pero sabemos que inmediatamente después la hegemonía solo sirve para mantener cotos de poder, o bien para la ilusión de una guerra cultural que termina, por inversa, en dejar que el campo de las fuerzas políticas encuentre su estabilización. Y así ha ocurrido en parte con los partidos del ‘Régimen del 78’ en una recolocación al centro del arco político. El colapso ya no solo de Podemos sino más recientemente de Sumar bajo el liderazgo cathético de Yolanda Díaz debe confirmar algo. Y, sin embargo, todo sigue adelante como si nada ocurriera a nivel de las formas.
En los salones de la Facultad de Filosofía de la Complutense, Luis Alegre habló y pensó todo el tiempo desde el estado. Era algo que se veía a distancia de la mano y que se palpaba. Y, sin embargo, en aquellos encuentros (tampoco en los posteriores, por cierto), nunca se habló de la fragmentación territorial. Catalunya se pasaba por alto, mientras que buena parte de la energía se fraguaba allí. Ahora lo vemos con claridad, puesto que no habría Pedro Sánchez sin los nacionalismos periféricos. Ese es su salto y lo que se ha llamado la “estrategia de bloques” del nuevo PSOE. En otras palabras, lo que, en el 2014, incluso para versados politólogos y académicos españoles, aparecía como la categoría fundamental de una auténtica misión política (¡a por el estado!), en realidad era un subterfugio o una ilusión de movimientos territoriales más amplios hasta tocar el primero de octubre de 2017, y todo lo que se ha decantado después. Y en ese “después” parece inverosímil pensar que las fuerzas políticas progresistas realmente se encuentran en condiciones de asumir una postura que vagamente se asemeje al proclamado ideal “republicano”. ¿O es acaso del orden de la letra y espíritu republicano confeccionar una “ley de amnistía a la carta”, llevada a cabo de forma unilateral y contra todos los principios del derecho público español y sus cánones de razonabilidad, un avance hacia la profundización del horizonte republicano?
En estos días, tras el fracaso de Sumar en las elecciones europeas, Juan Carlos Monedero ha notado cómo Podemos nunca tuvo verdadero arraigo en los territorios. Y las pinzas de alianzas en varias regiones (Compromís en Valencia, los Comunes en Catalunya, la plataforma de izquierda de Yolanda Díaz en Galicia, o agrupaciones como EQUO, En Marea o Anticapitalistas) prontamente se vio como lo que son: aglutinaciones de intereses cortoplacistas entregados al horno de la coyuntura electoralista, y poco más (hoy mismo podemos ver Compromís busca romper la alianza con Sumar tras el apoyo al proyecto de financiación singular de Catalunya). El tema de los “rackets” en la izquierda es de profunda sedimentación. Esto también tiene la hegemonía; de hecho, es su estructura fundamental: mimetizarse en el esquema de la circulación del valor o de la equivalencia, como en su momento recordó el gran teórico político argentino Jorge Dotti. Nunca visto con mayor claridad como en los vaivenes de esta década de la izquierda política española. Neutralizado en los aparatos del estado y de espaldas a los territorios, el proyecto de renovación de la izquierda española se fue desvaneciendo en el aire.
Y, sin embargo, no hay que leer White Noise de Don Delillo para saber que el aire lleva y trae restos y esparce residuos de cosas hasta que, por gravedad, caen a ras del suelo. Lo airborn contamina y se infiltra en todo, y emprenden otros caminos. De forma irónica la lenta desaparición de Podemos como fuerza política nacional también implica una victoria pírrica, que ha contaminado de su aura movimientista a los focos del bipartidismo que han tomado nota de la innovación de un habitus (Sánchez y Díaz Ayuso). Y así aparecen los actores centrales de la dominación del poder político en España: la composición de un estado rentista en compensación a un déficit de federalismo institucionalizado (tesis de Josu de Miguel); y, del otro lado, la forma metropolitana administrativa que empalma la aceleración cultural con los patrones flexibles de acumulación financiera autonomizada hacia un único objetivo: convertirse en la “la gran capital” emprendedora de todos los hispanoamericanos libres e iguales.
Por fuera de estos dos palacios de cristal en el que el eje radial Madrid-Cataluña no padece ninguna alteración, la devastación crece sobre los territorios. Y eso es Extremadura, eso es Doñana, esos son los incendios reiterados, esa esa la modelación de la economía del turismo y las infraestructuras; y, finalmente, ese es el hinterland español a la sombra de las coagulaciones metropolitanas (Madrid-Barcelona-Valencia-Bilbao) y las fugas de la matriz financiera global. Y ante la fragmentación territorial la hegemonía no solo es un discurso vacío, sino que es una partícula de aire turbio que falls flat como las nostalgias por un “little ordered country” del nuevo soberanismo de derechas (aroma de la vieja Democracia Cristiana) que solo consigue validar la obsolescencia de una comunidad de fieles en el desierto. Decir que la década española (2014-2024) debe tomarse como una hoja de balance para horizontes venideros es quizás decir lo obvio sin llegar a decir mucho. Tal y como se ven las cosas, pedir tarea de “reflexión” a una izquierda anquilosada en el negocio de la administración moral es tedioso. Pero el orden de una reinvención nace a partir del desprendimiento absoluto contra esa abstracción.
*Fotografía: Archivo personal, Junio de 2014. Tomada por Alberto Moreiras.